Educar a un niño sin morir en el intento.

El domingo fue, según la definición de Camilo, "pre-cio-so". Y no me refiero al clima, porque llovió sin parar toda la tarde. Lo cierto es que, después de un sábado complicado y lleno de rabietas, el querubín de la familia comprendió ciertos límites. Claro, es sólo un día...pero basta para celebrarlo.

Educar a un niño sin morir en el intento.


Soy docente, en consecuencia, trabajo cotidianamente con adolescentes que gritan, se insultan, tiran papeles, se empujan y en ocasiones, se desubican. Sin embargo, la disciplina nunca fue un problema en mi profesión. Soy capaz de mantener la calma en situaciones desquiciantes, de fingir la impostura de la voz frente a una actitud irrespetuosa, incluso -cuando el vínculo está consolidado- puedo controlar ciertas situaciones difíciles con sólo una mirada. Es agotador, pero nunca fue un factor de cuestionamiento. Trabajé diez años en contextos complejos y recuerdo que, cuando veía una madre arrastrando a su hijo de tres años en el supermercado, pensaba qué haría en esa situación. Nunca tuve la prepotencia de creer que a mí no me iba a suceder pero tampoco podía dimensionar las vicisitudes cotidianas de la maternidad. Especialmente cuando durante más de ocho horas al día se permanece fuera de la casa y el niño es cuidado por una abuela que lo adora y le deja hacer todo -y cuando digo todo, es "todo"- lo que se le antoja, y no pone en riesgo su vida, claro. Camilo es desafiante por naturaleza (sí, ya sé mamá...se parece a mí) y explora sus límites con la conciencia de un Kamikase japonés. Por eso, desde que empezó el jardincito, y para evitar males mayores, estamos en la dura tarea paternal disciplinarlo poco a poco, siguiendo una máxima pedagógica que no responde a ningún apellido ilustre: cuando los límites no son impuestos por quienes te quieren, son impuestos de la peor forma por quienes no tienen por qué quererte.  

Poner límites.

Hace apenas un par de años habría palidecido frente a una afirmación "tan conductista", que no repara en la individualidad y coarta las potencialidades expresivas del sujeto. Hoy, me doy cuenta que las libertades expresivas de Camilo tienen que tener un límite y no necesariamente el de mi paciencia.
Y en eso estamos...adecuándonos a la edad que tiene descubrimos que hay ciertos consejos que funcionan:

- Las reglas deben ser claras, firmes y sin excepciones. Los niños pequeños aún no aprecian las sutilezas del comportamiento social, en consecuencia, si es "no", es "no" siempre. Si no se puede tocar la lámpara, no se puede tocarla ni prendida, ni apagada, ni desenchufada. Aprecio el método Montessori (y en ocasiones lo aplico) de enseñarles a manejarse en situaciones riesgosas, pero no es funcional para un niño de dieciocho meses.

- Se censura el hecho concreto, no a la persona. Este es un detalle que aprendí en la práctica docente, nunca se debe "etiquetar" con el lenguaje porque las etiquetas pesan. Cuando Camilo rompe algo con toda intencionalidad trato de respirar profundo y decirle que está mal tirar cosas y romperlas, nunca que él es un "nene malo" porque el calificativo no sólo denigra sino que crea una expectativa: si soy malo, tengo que actuar en consecuencia.

- No es inhumano castigar: diez minutos en el cochecito o en la cunita, no trauman a nadie. Me costó meses entenderlo y aún se me estruja el corazón cuando lo escucho llorar, pero la verbalidad no es suficiente para un niño menor de tres años. Necesita una constancia tangible, más allá del rezongo (y entiéndase bien, digo tangible y no física, pegar no es una solución es un problema)

- El acuerdo entre los padres es fundamental. Maestros en el arte de la manipulación, los pichones saben a quién acudir cuando quieren ser disculpados. Si el padre rezonga, apoyo y trato de corregir el "papá dijo que" por el "no queremos que". Es una tontería pero tiene significado.

Cómo hacen ustedes con sus propios hijos? Por que me queda claro que el aprendizaje -y hablo del nuestro- nunca termina.