Cambiar de carrera, mudarme a otra ciudad, casarme o no, tener hijos o no tenerlos...
Crecemos con la creencia de que las grandes transiciones vitales determinan quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos. Aunque es innegable que las decisiones respecto a la profesión, el trabajo o la familia son significativas, el aprendizaje más radical de las últimas cuatro décadas fue que mi vida no se define necesariamente por esas gruesas bifurcaciones de sentido, sino por los pequeños pasos cotidianos que conducen a ellas. La acción insignificante -incluso aburrida- de todos los días.
Elegir nuestras acciones es un gesto revolucionario y entenderlo cambia las reglas del juego.
Durante más tiempo del que quisiera admitir, sostuve una rutina diseñada para no incomodar. Convencional y predecible, persiguiendo los ideales de mi cultura, mi sociedad, mi familia.Tuve pretensiones de rebeldía, pero rara vez me detuve a cuestionar si mis decisiones -o su ausencia- me acercaban a la vida que quería vivir. Más aún, rara vez me detuve a cuestionar la vida que quería vivir y si lo hice, esbocé un escenario funcional a las circunstancias: un Frankenstein de deseos miméticos y confusos.
Un día que no puedo precisar, pero seguramente fue posterior al 2020 -tengo interesantes paréntesis de memoria respecto a ciertas etapas biográficas-, leí una cita que transformó mi forma de percibir la realidad: “Si no lo estás cambiando, lo está aceptando”. Más tarde, la compartí en mis historias de Instagram, con un cambio tan inadvertido como sintomático: “Si no lo estás cambiando, lo estás eligiendo”. Si la realidad es amable y tus días son lo que siempre soñaste, no existiría espacio para el resentimiento o la queja. Pero, ¿y si no lo son? ¿Qué estás eligiendo pasivamente?
La atomización como método.
Queramos o no y aún contra nuestra voluntad, las 24hs de nuestros días son un mosaico de decisiones y cada una de ellas es una pieza que puede parecer insignificante por sí misma, sin embargo, en su conjunto dibujan una imagen completa. Ninguna elección es irrelevante y su ausencia, distorsiona la figura final. A qué hora me despierto, qué desayuno y la forma en la que elijo presentarme al mundo, son decisiones que inciden en mi bienestar y sentido de identidad.
Inicialmente, elegir puede sentirse como una responsabilidad inoportuna, un acto de fuerza de voluntad. Al menos, esa fue mi experiencia con el entrenamiento de fuerza. Durante cinco años, miré hacia el costado, prefiriendo otras formas de ejercicio menos desafiantes. Hasta que la biología hizo lo suyo y entrenar con peso ya no fue una mera posibilidad. Durante tres meses la idea deambuló por mi mente sin encontrar asideros firmes y un día, durante mi caminata diaria, me dirigí al gimnasio y comencé. Aunque me sentía torpe y expuesta. Aunque no tenía la más mínima idea de por dónde comenzar.
¿Tengo ganas de entrenar todos los días? “Ganas” no sería la expresión más adecuada. Pero aún hoy utilizo el más simple de los trucos para engañar a la pereza y a mis neuronas distraídas: atomizar las acciones.
La atomización es una adaptación desmesurada del entrenamiento auto-instruccional, una técnica cognitiva orientada a la modificación de la conducta.
El procedimiento es tan simple como efectivo:
1- Defino las mínimas acciones para ejecutar una tarea y las secuencio por escrito -generalmente en orden temporal- en las “notas” de mi celular.
2- Establezco conexiones entre las tareas y la acción a la cual conducen. Por ejemplo, ponerme las zapatillas deportivas es un paso relacionado directamente con salir a la calle, porque dentro de casa no uso zapatos.
3- Verbalizo mentalmente las acciones mientras las ejecuto (literalmente me digo: “Ahora voy a buscar las llaves”), este pensamiento autodirigido me permite gestionar situaciones que me abruman porque suponen una carga mental.
4- Avanzo de acción en acción. En los días más inspirados, podré saltear pasos o no tendré la necesidad de orientar mi conducta con esta técnica, pero en la mayoría de las ocasiones es muy útil para permanecer en el camino del objetivo que me haya trazado.
De esta forma, no tengo que elegir cada día ir al gimnasio. Cuando se aproxima la hora del entrenamiento, elijo ponerme la ropa deportiva. Este gesto, aunque irrelevante por sí mismo, moviliza el cuerpo y conduce a la siguiente decisión: elijo ir hasta la puerta de mi casa, tomar las llaves y salir 10 minutos antes de la clase.
Decido caminar hasta el gimnasio porque una vez que estoy fuera, no me arrepiento de las acciones previas. Aunque haga frío o llueva. Aunque la voluntad no me asista, dirijo el movimiento de mi cuerpo en la dirección de mis objetivos.
Las elecciones mínimas quiebran la inercia. No se trata de decidir un cambio radical de la noche a la mañana, sino de elegir hacer una cosa -solo una- por pequeña que sea, que te acerque a tu visión. Lo más interesante del caso es que, una vez que comenzamos a tomar estas mínimas decisiones conscientes, los eventos parecen alinearse gradualmente en el sentido de tu propósito.
La fuerza domesticadora de lo pequeño.
Desde el momento en que nos despertamos hasta que nos vamos a dormir, tomamos de forma consciente o no, una serie de micro-decisiones. ¿Me quedo un rato más en la cama o me levanto sin dudarlo? ¿Me pierdo en la iconografía de vidas ajenas (los entendidos le llaman Instagram) o comienzo a escribir mi próximo artículo? ¿Escribo ese mensaje o me mantengo en silencio? El silencio también es una respuesta, y callarte es elegirlo.
Elegir es un acto de poder. Cuando vivimos en piloto automático, nos alejamos de nuestra integridad, pero si decidimos con intención, empezamos a crear una cotidianeidad que refleja lo que realmente nos importa. Este, ya es un buen motivo para considerar tu próxima decisión del día.
Elegir conscientemente afina la confianza personal. Al principio las claves son dispersas, incluso disonantes. Con el tiempo se distingue más claramente el reclamo del cuerpo, la mente, el espíritu. Entonces, cada elección se convierte en una oportunidad para armonizar tu imagen en el presente con la imagen ideal que hayas construido imaginariamente.
Obsesionarme con el acierto o el error en las grandes decisiones vitales fue un error de juicio. Sí, son importantes o lo fueron -porque a mis años, ya tomé unas cuantas-, pero lo que realmente transforma una vida son las pequeñas decisiones diarias. Tomarte un minuto para respirar, enviar ese mensaje, caminar 30 minutos, usar ese vestido.
Decidir, aunque sea en lo más mínimo, es un gesto de libertad.
Metamorfosis instantánea.
Mi imaginación, como la de tantos otros niños, se nutrió con cuentos de pases mágicos y metamorfosis instantáneas que desvanecen toda frustración o problema. Aunque el cuerpo crece y con él cambian los relatos, el sedimento de lo maravilloso permanece y el síndrome de lámpara de aladino… se resiste a ceder.
Desprenderme del anhelo de transformación por generación espontánea fue un proceso. De la misma forma, lo fue apreciar cómo las pequeñas decisiones conducen a conductas que, repetidas una y otra vez, tienen la capacidad de moldear nuestra realidad.
La experiencia humana es caótica por naturaleza. Propone desafíos, momentos de incertidumbre y situaciones que escapan de nuestro control. Son nuestras decisiones cotidianas las que domestican el caos: respirar antes de reaccionar impulsivamente, no procrastinar una tarea que te irrita, dejar el celular en otra habitación para favorecer tu sueño. Progresivamente, podemos incorporar gestos que nos conducen a la integridad física y emocional.
Crear el momentum.
La tentación de un cambio dramático seduce. Queremos sentir que todo está bajo control y que un solo acto producirá una transformación completa y para siempre. El panorama retrospectivo de mi experiencia es otro: los logros que considero relevantes no nacieron de un impulso brillante, sino de una serie de pequeñas decisiones. De haberme concedido permiso para elegir cómo quería vivir, cómo quería sentirme, cómo quería presentarme y responder al mundo. Esa es la verdadera fuerza domesticadora de lo pequeño, aunque subestimemos su poder transformacional. Cada una de nuestras decisiones va generando un momentum que transforma nuestra realidad de manera sutil.
En esta acumulación de lo cotidiano reside el verdadero poder de cambio.
De hecho, no se necesita un esfuerzo extraordinario para iniciar una transformación, sino una progresión de mínimas decisiones conscientes. Si hoy eligieras salir a caminar en lugar de postergar el ejercicio para algún momento ideal y difuso del futuro, tu cuerpo y tu mente empieza a moverse en sintonía hacia un bienestar más profundo. Aplicando inicialmente la técnica del pensamiento auto-dirigido, se hace más sencillo salir a caminar o tener una rutina más activa.
El poder de la progresión está en que, aunque las notas individuales sean ínfimas, juntas crean una armonía. En los momentos en los que sientas que todo está fuera de control, te invito a recordar: no es necesario tomar una gran decisión o elaborar un complicado plan de cambio radical. Se comienza eligiendo algo que es posible hacer hoy. Y repetirlo mañana y las veces que sean necesarias. Porque, al final, son esos pequeños pasos los que nos llevan a donde realmente queremos estar (o nos movilizan de donde estamos, que ya es un montón).